viernes, 28 de marzo de 2014

Verano del 2002

¿Y por qué el año 2002?, no lo sé, escogí el primer año que me vino a la mente, sin pensar en ningun acontecimiento en particular. Es más, puedo afirmar que nada relevante en mi vida sucedió ese año. Tenía la edad de 15 años y pasaba a 4to de secundaria en el colegio la Salle.

El verano del 2002 la pasé estudiando en una de esas academias de nivelación escolar, para disque adelantar los conocimientos que aprendería en ese año en el colegio. La academia fue una de las tantas ubicadas en el Centro de Lima. La memoria me falla al recordar si fue Pitágoras o Cesar Vallejo, qué más da, ambas eran igual de pésimas. Lugares infames donde las matemáticas y la física te las enseñaban mal, lugares donde no te enseñaban ciencias sino que te entrenaban a resolver exámenes de opción múltiple. Menospreciaban los fundamentos teóricos y el sentido físico de las ecuaciones, así como la interpretación adecuada de los problemas. Los salones de clase consistían en dos hileras de carpetas largas, de aproximadamente 3m de longitud donde apiñaban a los alumnos uno al lado del otro. Cada una de las hileras se encontraban adosadas las paredes del salón, dejando un estrecho pasillo en el centro. Si imaginaron bien esta distribución, se podrían dar cuenta fácilmente que cualquier desafortunado que se encuentre sentado en el extremo que da a la pared tendría que esperar a que todos sus compañeros se levanten y salgan por el pasillo del centro antes de que él pueda salir, a no ser que salte por encima de carpeta en carpeta. No me imagino el desorden, caos y desesperación que ocurriría en una evacuación por un sismo o incendio.

Así eran los salones de clase de las academias, horribles ambientes donde apiñaban adolescentes como en los campos de concentración con el vil objeto de someterlos al sufrimiento de estar horas de horas sentados en una posición incomodísima, sin siquiera tener la posibilidad del placer de estirar las piernas de vez en cuando, y pobre de ti si a tu  cuerpo se le antojaba aliviar la vejiga, tendrías que hacer levantar a 5 o 6 compañeros de tu carpeta para poder salir, y otra vez más para poder regresar a tu lugar.

Tal vez lo que odiaba más que los asientos, las clases y los profesores mediocres de la academia eran las eternas horas de soledad. En ese tiempo no sabía manejarla y me aburría a montones. Difíciles tiempos, me sentía incómodo hablando con personas y me sentía incómodo si permanecía en soledad por mucho tiempo, se podría decir entonces que pasaba el tiempo en un estado de incomodidad constante sin importar lo que haga. Y no sé si debería sentirme orgulloso o no al decirlo pero pasé todo el verano sin intercambiar palabra alguna con algún compañero de la academia. Simplemente no me nacía conversar. Y no era la primera vez que sucedía, la misma situación se dio el año anterior, así como el posterior en la academia PAMER (la academia que detesto más). No había nada que pudiera salir de mi boca que consideraba digno de comunicar a un compañero, así como no había nada digno de interés que yo quisiera escuchar de alguno. La soledad no era voluntaria, era un comportamiento totalmente espontáneo. En ese entonces consideraba mi soledad y mutismo un defecto que debía ser corregido, ¡gravísimo error considerar la introversión como un defecto! Fue muchos años después cuando descubrí que compartía mi “defecto” con una infinidad de personajes ilustres y admirables, que las personas reflexivas y ensimismadas poseían grandes ventajas con respecto a las demás. El defecto pasó a ser virtud y me quité el gran peso de encima que llevaba años cargando sobre la espalda. Aceptando mi carácter introvertido y solitario mejoró mi relaciones con las personas, al tal punto que la compañía ahora no me falta, ¡gran ironía!